A un siglo y medio de su fundación por Bartolomé Mitre, el Colegio Nacional de Buenos Aires (CNBA) debe revisar su identidad. Vive una crisis que es la de la sociedad misma.
La toma de este año y sus consecuencias, aún abiertas, son una evidencia, agravada porque la sociedad pone en “el Colegio” expectativas desmesuradas, alimentadas por las representaciones que tiene de él, y que a la vez orientan a muchos padres que envían allí a sus hijos, a autoridades, docentes y no docentes. Con el Colegio sucede lo que con ciertas idealizaciones nostálgicas de la Argentina, que son más poderosas que la imaginación de un futuro.
En 1926, Ricardo Rojas lo bautizó como el “colegio de la patria”. Desde entonces, se acentuó la imagen de una institución cantera de celebridades (presidentes, premios Nobel, funcionarios, magistrados), meritocrática, en consonancia con una visión de la historia nacional negadora de los conflictos y las tensiones, que llegó a su sangriento clímax entre 1976 y 1983.
Esta visión autocomplaciente del pasado colegial (y nacional) se mantuvo pese a los cambios vividos por la sociedad argentina desde hace treinta años. ¿Es pedagógico sostenerla? Entre otros, el memorial a los alumnos desaparecidos, en el Claustro Central, recuerda a Fernando Abal Medina, fundador de Montoneros, muerto en un tiroteo con la policía en 1970. A pocos metros, frente a la Sala de Profesores, una placa recuerda a Carlos Zubizarreta, un piloto naval muerto durante la guerra de Malvinas.
Los dos fueron alumnos de la misma promoción, 1964. Ambos, suelo decir a mis alumnos, estudiaron en el “colegio de la patria”.
Y murieron por lo que creían que esta significaba. Pero esas imaginaciones, probablemente, no podrían haber sido más distintas.
Tal vez sea más correcto pensar que el Colegio no vive por las historias que declama, sino por las que laten en él como contradicciones.
Vive y se renueva porque alberga legados conflictivos, no por transmitir como mandatos historias o verdades cerradas. Paradójicamente, es lo contrario de lo que sucede con su imagen. Muchos prefieren refugiarse en tradiciones que idealizan el pasado, antes que enfrentar el desafío pedagógico que las contradicciones y el paso del tiempo plantean (igual que en el país).
El peor enemigo del Buenos Aires es su propia historia, si esta pesa más que los futuros que debemos imaginar en él.
Cuando empecé el Colegio, en 1984, me encontré, en palabras de George Steiner, con algunos adultos esforzados en “rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre”. Pero fue allí, también, donde me crucé con “verdaderos maestros” que “despiertan el don que posee un niño o un adolescente, que ponen una obsesión en su camino”. Esa debería ser la tradición a preservar.
Prof. Federico Lorenz, Clarín 16/11/2013