Discurso de la Prof. Silvina Marsimian en el acto del día del Maestro
Publicado en Colegio, el martes 11 de septiembre de 2018
Entre los papeles que dejó Sarmiento, se encontró un rollo de tela percudida que ocultaba su primer retrato: un rostro de unos treinta años pintado al óleo por manos anónimas. “El hombre era realmente raro”, dice el chileno José Lastarria. “sus treinta dos años parecían sesenta por su calva frente, sus mejillas carnosas, sueltas y afeitadas; su mirada fija pero osada a pesar del apagado brillo de sus ojos; y su cabeza, que reposaba en un tronco obeso y casi encorvado. Un joven viejo, algo extraño aunque interesante. Asunción San Martín le sacó una última foto para la posteridad: Sarmiento muerto en su silla de lectura, se lo ve como si estuviera descansando. La iconografía de Sarmiento es, en verdad, profusa. Hay numerosos retratos, daguerrotipos, fotos, caricaturas, bustos, monumentos. Todos son fragmentos de un discurso visual que no alcanza a revelar completamente al hombre que pone siempre en debate a la Argentina.
¿Quién es, en fin? ¿Quién lo introdujo? ¿Quién lo conoce?, decían de Sarmiento sus contemporáneos cuando apareció repentinamente en la vida pública sin antecedentes de ningún tipo. Lo llamaron entonces “el loco” y también, “don yo”. Se multiplicaban caricaturas satíricas de él en los periódicos, aunque hay que decir que con ellas Sarmiento empapeló el comedor de su rancho en una isla del Tigre. Siempre pensó que, en política, es mejor que se hable mal de uno y no que no se hable en absoluto.
El “loco” Sarmiento temía ser, en efecto, el don Nadie en un época del país en la que los que se encumbraban eran descendientes de la clase privilegiada. A esto él responderá con claridad a quien quisiera oírlo: “Mi genealogía empieza por mí”. Es decir, Sarmiento encarna al “hombre que se hace a sí mismo”. Muchos documentos lo muestran alternadamente como un ególatra, pero también como aquel que es lo que es gracias a la intervención de un maestro o a la generosidad de un amigo.
Nació en la ciudad de San Juan en 1811, dijo nueve meses después de Mayo, por lo que bien podría ser considerado hijo de la revolución. Sus padres, aunque de familias tradicionales de la provincia, eran sumamente pobres; de hecho, vivían en uno de los barrios indigentes. Sarmiento aprendió a leer a los cuatro años gracias a un tío sacerdote y luego, asistió inmediatamente a la Escuela de la Patria, así llamada la primera en San Juan, Durante los primeros años de escolaridad, es el mejor alumno de lectura y tiene asistencia perfecta; pero a partir de los trece, empieza a ser un joven nervioso y pendenciero, líder de una banda de muchachos que se pelean a pedradas en los barriales. Dos veces intenta salir de San Juan para completar sus estudios: la primera, cuando es llevado por su padre a Córdoba al colegio Monserrat; por una enfermedad, sin embargo, se ve obligado a retornar rápidamente a casa. La segunda, cuando casi ingresa al Colegio Nacional de Buenos Aires. Cuenta, en Recuerdos de provincia, que el gobierno de Buenos Aires becaba a estudiantes de cada provincia para estudiar en el entonces Colegio de Ciencias Morales; en San Juan, donde había más de un alumno con altas calificaciones -entre los cuales está nuestro personaje-, se recurre a un sorteo y el beneficiado es otro, de familia pudiente, que lo deja sin posibilidades. Sus padres lloraron amargamente mucho tiempo por el hecho infortunado. Él lamentará toda su vida no haber egresado de estos claustros que formaban al grupo dirigente y en los que hoy estamos reunidos en su homenaje.
No le queda otra que una vida de autodidacto. Estudia latín, gramática, geografía y religión con el clérigo José Oro. Estudia la historia de Grecia y la de Roma literalmente de memoria, mientras vende yerba y azúcar. Su libro predilecto es la vida de Franklin, con quien se identifica. Es el lector voraz. “Tenía los libros sobre la mesa del comedor, los apartaba para el almuerzo, después para la comida; a la noche, para la cena. La vela se extinguía a las dos de la mañana, y cuando la lectura me apasionaba, me pasaba tres días sentado registrando el diccionario”, cuenta. Se autoenseña el francés, el inglés y el italiano. Siente que todo lo puede. De hecho, a los quince años funda una escuela en San Francisco del Monte, adonde había ido con José Oro, que será la primera de las más de cien que abrirá en su vida.
De esta, que es larga y compleja, sólo atenderemos a dos cosas.
La primera, la referida al Sarmiento constructor de la educación pública.
La segunda, el lugar que dio a las mujeres en el panorama social de su tiempo, cuando a estas se las prefería silenciosas e ignorantes.
“Es necesario educar al pueblo en la verdadera democracia” – explicó Sarmiento- “Enseñar a todos lo mismo para que sean todos iguales”. Con auténtico sentido revolucionario, propugnó una escuela abierta a todos o sea, sin discriminación por causa de raza, sexo, condición económica, rango social, posición política o creencia religiosa. Inspirado fundamentalmente en las ideas de Condorcet sobre el deber del Estado de proveer a todos los individuos de una instrucción que asegure su desarrollo integral, concibió una pedagogía de tipo social, basada en los principios de la igualdad, la libertad de conciencia y la gratuidad. Influido por el humanista Horace Mann, el reformador de Massachusetts, se orientó hacia una educación que se fundara en la virtud cívica y la eficiencia social. Los viajes de estudio que realizó le permitieron conocer y valorar novedosos métodos didácticos, instituciones de vanguardia en la formación docente y modernos sistemas de organización escolar; todo esto lo vuelca en su libro Educación Popular, donde expone las bases de la escuela democrática: la escuela laica primaria, a la que llamó Educación popular, educación nacional y también educación común, es concebida como una obligación del gobierno. “La instrucción primaria es la medida de la civilización de un pueblo”, afirmó. Es verdad: una de las mayores preocupaciones de su administración fue combatir el analfabetismo que alcanzaba en esa etapa al 71 por ciento de la población del país mayor de seis años.
Participó apasionadamente en los debates públicos que despabilaron al país, a favor de la enseñanza laica en la educación primaria oficial; primero, en las páginas de El Nacional, con motivo del Congreso Pedagógico de 1882; dos años después, en los debates que tuvieron lugar en el parlamento al examinarse el proyecto de ley que sería adoptado.
El magisterio nacional existe gracias a él. Sarmiento estaba persuadido de que el maestro de escuela era el agente más activo del progreso de un país.
Convocó entonces a los gobiernos de provincia para que, en colaboración con el federal, se decidieran a fundar escuelas normales específicamente para mujeres. Urquiza, por ejemplo, contribuyó para que se creara en Concepción del Uruguay una escuela primaria modelo para niñas y un curso normal para la formación de maestras. La escuela Normal de Paraná mostró el grado de evolución del pensamiento educativo argentino; sus planes de estudio privilegiaron la enseñanza humanística racional, científico- positiva y pedagógica moderna. El futuro maestro debía tener, para Sarmiento, una formación integral: una vasta cultura general, capacidad para comprender a los niños y competencia en la transmisión de valores, así como conocimientos científicos y humanísticos, con fundamentación filosófica pero esta formulada en función de la realidad circundante, y con el pleno ejercicio de los derechos y libertades, y la fe en la democracia social y política, como lo establecía la Constitución Nacional. El Jardín de Infantes de la Escuela Normal de Paraná fue diseñado y atendido por maestras norteamericanas contratadas especialmente para cumplir esas tareas. Estas educadoras una vez radicadas en Paraná, se adaptaron al sistema de vida e idioma locales; entre ellas, Sara Chamberlain de Ecleston.
El magisterio para mujeres significó, además, la posibilidad de la emancipación económica de muchas mujeres, su jerarquización social.
La administración nacional de Sarmiento fundó, por otra parte, los colegios nacionales de distintas ciudades, a los que dotó de museos diversos, laboratorios, maquinaria por ejemplo agrícola, granjas escolares, materiales didácticos, muebles modernos.
Favoreció la creación de escuelas nocturnas, para adultos, y escuelas para soldados. Para Sarmiento, el Estado y los privados debían habilitar dos horas de la jornada de trabajo para que los peones y los obreros recibieran instrucción. En su programa de política social, hubo espacio para crear asilos maternales, cajas de ahorro escolar, escuelas para chicos con capacidades diferentes.
Impulsó además la enseñanza universitaria. Fundó la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, la Facultad de Ciencias Exactas y Fisico- Naturales de la Universidad de Córdoba y el Observatorio Astronómico de la misma ciudad; instituciones como las Academias. Creó el Colegio Militar y la Escuela Naval, decidió la realización del primer censo escolar del país.
Imposible dar cuenta de la cantidad de obras fundacionales que se llevaron a cabo gracias a su intervención. En fin, para él “la palabra democracia es una burla donde el gobierno pospone o descuida formar al ciudadano”. El soberano, creyó, es el que es un hombre educado.
Presidente Sarmiento, asimismo se esforzó en la creación, sostenimiento y desarrollo de las bibliotecas populares. La biblioteca pública, difusora de conocimientos, sostuvo, tiene que ser el complemento de la acción civilizadora de la escuela popular. Por ejemplo, durante su administración, se creó la Biblioteca del Congreso de la Nación.
En este mismo sentido, propuso la reforma ortográfica. La lengua para él también es un instrumento democrático. Como Echeverría, Alberdi o Gutiérrez, entendió que la independencia política corría paralela a la auténtica emancipación cultural. El idioma español no era el idioma del Río de la Plata. No exactamente, por lo menos. “Las lenguas siguen la marcha de los progresos y de las ideas”, señaló. Entonces, el hablante argentino es libre para modificarlo o adaptarlo a las necesidades de la comunicación. Escribir castizo, dijo, es intentar imposibles. Por eso propuso simplificar la ortografía, porque había que asegurarse de que todos, en esa etapa de construcción del país, debían poder tener acceso a la lectura y fluidez en la escritura.
Podríamos plantearnos qué hubiera pensado Sarmiento hoy sobre el lenguaje inclusivo, en qué medida acordaría, ya que fue su propósito declarado que la mujer adquiriera visibilidad en la sociedad de su tiempo. Esa mujer que vivía relegada detrás del hombre, aplicada a la casa o a las rutinas de la religión.
“¿Sabe usted de una argentina que, ahora o antes, haya escrito, hablado, publicado o trabajado por una idea útil, compuesto versos y redactado un diario? Una mujer pensadora es un escándalo y usted ha escandalizado a todos”, dice de Juana Manso, con quien comparte el programa cuyos ejes son la instrucción pública obligatoria, gratuita y laica para las clases populares. Mujer combatida en su tiempo, fue la amiga del “loco” y se la conoció también a ella como “Juana la loca”. Juana Manso registra en sus textos denuncias contra los maltratos domésticos, da cuenta del ámbito patriarcal en que se desarrolla la vida conyugal, aboga por la inserción de las mujeres en el mundo educativo y reclama por su falta de libertad. A ella Sarmiento confió la dirección de la escuela número 1 de la parroquia de Monserrat. Fue directora, a continuación de su mentor que la fundó, de la primera revista pedagógica en el país, los Anales de la Educación Común, que tenía a los lectores al corriente de la reforma en materia de educación. Sarmiento como ella querían que esta fuera objeto de debate público; se invitó a los maestros a escribir colaboraciones y a traducir artículos de educadores extranjeros; de esta manera, se intentó movilizar a la sociedad y a los legisladores sobre la importancia de incluir el tema educativo en el debate público para el desarrollo de los ciudadanos y del país. Sarmiento encontró en Juana Manso un ejemplo y una voz para que las lectoras mujeres reconocieran sus potencialidades y despertaran la conciencia sobre la legitimidad de sus reivindicaciones.
“Puede juzgarse el grado de civilización de un pueblo por el lugar que le otorga a la mujer”, expresó Sarmiento con convicción. Por eso, al reconocer las habilidades intelectuales de su amiga Aurelia Vélez, hija de Dalmasio Vélez Sarsfield, la invitó a manifestarlas, por ejemplo, escribiendo con seudónimo al periódico Zonda, de San Juan: “No es usted ni viuda, ni casada, ni soltera; sea algo: viva del espíritu, como tantas mujeres ilustres”, le recomendó, superando los lugares comunes de su época sobre la inclinación natural –y digamos exclusiva- de la mujer para la crianza de un hijo, y colaborando en la tarea de formar una conciencia política en las mujeres acerca de sus derechos.
No fue un loco, vemos hoy, y lo intentó casi todo; seguramente sintió en últimos días que le quedaron cosas por hacer, libros por escribir. Se ha procurado degradar a Sarmiento muchas veces en la consideración de la opinión pública; aunque también estamos quienes vemos en él una guía en nuestras prácticas cotidianas como educadores, sobre todo, en momentos en los que se nos cuestiona o nos movemos en terrenos hostiles.
Como todo hombre, Sarmiento no es modelo perfecto. Pero nos convierte a cada tramo de la vida del país en lectores u oyentes de una conversación prolongada. Es visible y en su nombre se entretejen todavía imágenes de futuro.