Richard Wagner nació en Leipzig el 22 de mayo de 1813.
Sin la ayuda de nadie, Wagner cambió el destino de la ópera. Estableció sus propias leyes de estética, creó sus propias estructuras y desarrolló su propio estilo produciendo un arte que es tan único por su amplitud de concepto, como por su nobleza y grandeza.
Su ideal consistía en lograr una síntesis de todas las artes en un superarte, el acoplamiento perfecto de música, poesía, drama, decorados y representación.
Esto era únicamente una forma más amplia del histórico esfuerzo alemán por hacer de la música y la actuación teatral una sola e indivisible entidad. Pero si se comparan con lo que realizó Wagner, todos los esfuerzos anteriores hechos en esta dirección, -aún los de Gluck y Weber-, no son más que meras tentativas.
Las reemplazó por sus propias convenciones, que a muchos amantes de la música les parecen tan estupidizantes como las que eliminó. Pero por más diversas que sean las opiniones sobre este tema, no cabe duda que Wagner logró la unificación del texto, el drama y la música soñada por Gluck.
Para concretar su ideal de una síntesis de las artes, tuvo que escribir sus propios textos, para que así pudiera existir una relación más íntima entre la melodía y la poesía, entre la música y la acción. Tuvo que hacer sus proyectos basándolos sobre sus ideas personales en lo relativo al montaje escénico y la dirección teatral. Lo que fue más importante aún, tuvo que crear nuevos recursos musicales.
El más importante de ellos fue el leitmotiv o motivo conductor: un fragmento melódico que identifica un personaje, una situación, un objeto o una emoción particular. Centenares de estos motivos constituyen los hilos de su trama musical, tejidos por él con sorprendente maestría polifónica y construidos con avasallador efecto teatral.
Tuvo también que romper definitivamente con la arbitraria diferencia que existió durante tanto tiempo entre el recitativo y la melodía. Creó un continuo fluir de esta última,-a veces sensualmente lírica, a veces próxima al habla común-, libre de cadencias y cuya personalidad y carácter siempre provenían de las exigencias del drama. Finalmente, para alcanzar la expresión musical que necesitaba en su “síntesis de las artes”, confirió a la orquesta una importancia sinfónica que jamás había conocido en el teatro de ópera: tuvo que ampliar la técnica del canto de manera tan radical que por muchos años su música sobrepasó la capacidad de los artistas más experimentados; y enriqueció el vocabulario de la armonía, la orquestación y el desarrollo temático, mucho más allá del punto que había sido alcanzado en su época.
No pudo realizar completamente su ideal en los dramas musicales. El defecto fundamental de su formación artística consistía en ser mucho mejor músico que poeta, dramaturgo, filósofo o director de escena. A pesar de su severo esfuerzo, su música, en vez de constituir un integrante más de este consorcio de las artes, era el elemento dominante.
Pero Wagner fue uno de los músicos más grandes que jamás existieron. Su genio le permitió elevar la música, cuando los otros elementos le fallaban, hasta satisfacer las demandas de su concepto de la unificación de las artes y colmar la brecha. La poesía puede ser a veces oscura y mística; la acción dramática, estática; el montaje escénico torpe. Pero la inspiración musical le falló rara vez. En todos los momentos culminantes, estuvo presente para llenar el drama con portento y belleza, con temor reverente y gran majestad, con brillo y con un efecto emocional avasallador.
Llamó a su música “Arte del futuro”. Esta frase se convirtió en el grito de batalla de la vanguardia musical durante medio siglo y, bajo su estandarte se entablaron feroces luchas. Era, por cierto, el arte del futuro. La revolución de Wagner tuvo gran influencia sobre todos los compositores que lo siguieron. Pero es igualmente la apoteosis del arte del pasado. Wagner fue el último de los románticos, llevó al romanticismo a su florecimiento final. Permanecer romántico después de él era imitarlo y, fueron muchos los que lo siguieron sin resultado aunque llenos de esperanzas. Aquellos que quisieron conservar su individualidad tuvieron que rebelarse contra él. Muchas tendencias de la música del siglo XX, desde el impresionismo hasta el expresionismo, no son más que tentativas para escapar al hechizo del wagnerismo.
Después de su muerte, acaecida el 13 de febrero de 1883, su cuerpo fue llevado a Bayreuth, donde,-con la marcha fúnebre de “Sigfrido”-, lo sepultaron en el jardín de su casa. Hasta el presente yace allí. Desde esa época, peregrinos de todas partes del mundo acuden a su tumba como si fuera un santuario. Pero el santuario que él hubiera preferido es su teatro, (el Bayreuther Festpielhaus) que desde su muerte ha sido el escenario del mundialmente famoso Festival Wagner, supervisado primero por su esposa Cosima y después de la muerte de ésta, por los hijos, nietos y bisnietos del compositor.
(Del libro “Los grandes compositores” de Milton Cross y David Ewen, Vol III Compañía General Fabril Editora.)
Síntesis: Prof. Roberto Pessolano